1.       Prostitución y vértigo

Se llamaba Carlo Lucania. Tenía diez años cuando llegó como inmigrante a Nueva York. Alto, buen mozo, sin escrúpulos. A los quince actuaba ya en una pandilla juvenil. Manejaba el cortaplumas con habilidad. Su cuchillo era más rápido que los puños de un boxeador profesional. Algún desconocido lleva aún su marca en la cintura. Pero la pandilla le dejaba muy poca ganancia. Un día resolvió dedicarse a la venta clandestina de estupefacientes. No tenía diecisiete años. Lo detuvieron y lo condenaron a seis meses de prisión. Cuando abandonó el penal, ya era célebre entre los miembros de la Unione Siciliana, sociedad secreta para el crimen dominada por los capi mafiosi de Chicago. La secta necesitaba hombres decididos  y el dominio de los mercados neoyorkinos. Brooklyn y Manhattan estaban manejadas por pandillas que la Mafia no podía tolerar. Entonces Giuseppe Masseria, alias Joe el Amo, incorporó a Lucania en calidad de jefe de sus gangsters, y le designó Manhattan como feudo para pagar tributos y coordinar su acción con Chicago. Nueva Cork tuvo su señor. De Lucania pasó a ser Charles “Afortunado” Luciano. Y después Lucky Luciano.
                Pero el nuevo capo mafioso tenía ideas particulares. Joe el Amo era un bootlegger que no excedía los límites del whisky y la cerveza, con un débil mercado de prostitutas. El, en cambio, pretendía una cadena de lenocinios con sus “madamas” y pupilas controladas por la hermandad. Tramaba, inclusive, el hacerse pagar un tributo por todos los maquereaux que obtuvieran ganancias particulares con las mujeres que explotaban. En pocas palabras: dominar la prostitución desde Chicago a Nueva Cork, y de costa a costa si fuera posible.
                Para instalar esa cadena de lenocinios, los hombres de Lucky Luciano tendrían un método infalible: crear el hábito de los estupefacientes en las jóvenes. Creado el hábito, dejar de suministrarles la droga, para que el sufrimiento las obligara a cualquier cosa (en este caso la prostitución). Conseguido este sometimiento, se les restablecería la dosis necesaria hasta que el jefe lo considerara conveniente. Todo un plan maquiavélico. Y a la que resolviera huir de la explotación, el castigo a cargo de Davey Betillo, que incluía la cicatriz en la cara o la quemadura por el vitriolo.
                El Amo trató de disuadir a Lucky Luciano. Pero éste agregó el tráfico permanente de narcóticos y la penetración de sus mafiosi en las industrias del alimento y el vestido. La discrepancia preanunció la tragedia. El predominio por la secta secreta del crimen. Luciano, sin embargo, le dio una oportunidad al amo. Hizo eliminar a uno de sus guardaespaldas y, al poco tiempo, a dos más de su plena confianza. Joe el Amo trató de investigar sobre estas muertes misteriosas. Luciano lo “secundó” hábilmente. Le echaron la culpa a los gangsters capitaneados  por Al Capone. Pero nadie se atrevió a formular una acusación directa. Ni alcanzó a saberlo Al Capone, porque de ser así, hubiera desaparecido el mismo Luciano. Este no dejó de reírse de su treta. Y al advertir que Joe el Amo no se daba por entendido, lo invitó un día al Scarpato’s, lujoso restorán de Coney Island.
                Allí, como suelen referir las historias para niños, comieron y bebieron. Brindaron por la felicidad y la unión duradera de los jefes. Luego, pretextaron cierto malestar, Luciano se retiró a los baños. En ese momento (todo esta combinado) aparecieron dos pistoleros que apuntaron a Joe el Amo. Este, cargado de alcohol, sólo vio dos caños alargados, negros como la noche, que le apuntaban. Cuando quiso discernir  su significado, oyó una descarga y se tumbó sobre la mesa. El plomo, haciendo filigranas, le había penetrado por la frente, los ojos, el cuello y el pecho.
                Carlo Lucania, alias Charles “Afortunado” Luciano, alias Lucky, quedó erigido en el nuevo Amo de la Mafia. Ya era el Don, al que todos debían obedecer. Cargo máximo de la Mafia transplantada a Norteamérica.

2.      Mary Sidney y Nancy Pesser

 
               
Los hechos le dieron la razón a Lucky Luciano en el mundo del hampa. Abolida, en 1933, la ley Volstead (gran engendradora del gangsterismo norteamericano), liquidaba la prohibición sobre las bebidas alcohólicas, no había más remedio que dedicarse a la prostitución y a las drogas. La Mafia vio en Luciano a su genio protector. Pero aquí comienza una nueva historia protagonizada por dos muchachas jóvenes: Mary Sidney y Nancy Pesser. Su tragedia fue luego la tragedia de Lucky Luciano. La venganza.
                Mary Sidney tenía diecisiete años. Era rubia. Hermosa. Sus ojos azules brillaban a la distancia. Sus formas sinuosas eran fascinantes. Los griegos la hubieran comparado con Friné. O con un regalo de Afrodita a los dioses implacables. A veces trabajaba de extra cinematográfica. Trasnochaba. Amanecía en misteriosos fumaderos clandestinos de opio y heroína. O bien en el lecho de una casa desconocido, suntuosa, cuyo mayordomo se acercaba gentilmente para ofrecerle un vaso de leche o lo que ella pidiera en la mañana ya avanzada sobre el filo del mediodía.
                Ella, aterrorizada, se vestía rápidamente y se lanzaba a la calle. Vagaba a la deriva. Pero nunca faltaba el hombre derrotado por su hermosura. La invitaba a un restorán. Y allí terminaba su aventura de todos los días. Cada uno tomaba por su camino. Ella era inflexible.
                Pero al llegar la noche... La angustia. El cosquilleo terrible que le invadía el cuerpo. El insomnio. El maldito malestar... Buscaba el fumadero. El antro secreto en el que los sueños emergían de un cigarrillo en cuyo tabaco habían mezclado la heroína para que el cuerpo vibrara. Liviano. Etéreo. Con imágenes que se introducían, primero por los ojos, después por la carne. Y Mary Sidney, impulsada por la angustia, se orientaba hacia el fumadero secreto. Cuando llegaba, le tendían el cigarrillo. Y en cada bocanada aspiraba el mundo, la magia que le devoraba la sangre hasta caer exhausta y adormecerse. Pero el que le acercaba el cigarrillo, alto, mirada penetrante, nunca le había dicho nada. Nunca le había pedido que pagara. O que dijera quién era o qué hacía.
                Un día, sin embargo, amaneció nuevamente en la casa suntuosa. Y otra vez el mayordomo. Y la fuga.  Y el encuentro casual con el que la invitaba al restorán. Siempre era uno distinto.  El primero que pasara. Pero satisfecho el hambre, caída la noche, sus pasos la llevaban al fumadero. Y así, un día y otro día. Hasta la noche fatal en que le anunciaron que ya no tenía crédito.
                –Lo lamento, Mary –le dijo el hombre alto de la mirada penetrante–. No hay heroína.
                –¿Y esa gente qué fuma?–preguntó aterrorizada.
                –No sé. Y no creo que sea heroína. Ellos mismos traen sus cigarrillos.
                –Debe ser opio.
                –Lo que sea.
                Mary Sidney temblaba. Sus sienes estaban frías y sudorosas. Se echó a llorar. Entonces el de la mirada penetrante la llevó a una pequeña habitación, y le habló sin testigos:
                –Yo sé quién tiene heroína. Pero tendrías que trabajar para él.
                –¿Qué tengo que hacer?
                –Él te lo dirá.
                En ese instante apareció Davey Betillo.
                –Yo se lo diré –dijo amenazante.
                Y lo que le dijo a Mary Sidney fue muy poco. Lo suficiente para que ella accediera, porque el malestar que le invadía el cuerpo era como una barra de hielo dispuesta a estrangularla desde adentro. Sólo tenía que regresar voluntariamente a la casa suntuosa. Allí, el Amo le presentaría a gente fina y pudiente que también iba a drogarse. Ella se limitaría a recibirlos y atenderlos con deferencia.
                Mary Sidney dijo que sí. Pero pidió nuevamente la droga. Betillo le alcanzó un cigarrillo preparado. Ella lo rechazó. Hacía días que ambicionaba una dosis más fuerte. Su cuerpo le exigía el máximo. Imploró, entonces, una inyección. Y el mismo Betillo se la aplicó.
                Al día siguiente, Mary Sidney amaneció en el lecho de la casa suntuosa. Pero esta vez no se fugó ante la presencia del mayordomo. Exigió otra inyección. Y luego otra. Al cabo de algunos días, su cuerpo, cada vez más exigente, sólo hallaba reposo con el aumento de la dosis.
                Entretanto los “hombres finos y pudientes” iban y venían. Exigían su persona. Cuando se negaba, Betillo le retiraba la droga. La ausencia de heroína le retorcía el cuerpo. Le azotaba la sangre. Entonces capitulaba. Se sometía a todos los vejámenes que ordenaba Betillo a favor de su maldita clientela.
                Un día quiso huir. No pudo. La puerta de la mansión tenía ahora un guardián que obedecía las órdenes de Betillo. Y Mary Sidney buscó el consejo de Nancy Pesser, a la que obligaban al mismo trabajo.
                –No puedes huir– le dijo Nancy–. Si llegaras a intentarlo, te marcarían la cara con un tajo o te desfigurarían con vitrolo. Ya se lo han hecho a Lisa Morley.
                Mary desoyó a Nancy, y una noche se arrojó desde la ventana hacia la acera. Un metro escaso. pero el sabueso, Johnny Hunter, dio un salto y la tomó por el cabello. La introdujo en la casa castigándola con pies y manos y la encerró en un cuarto que luego llamaron la Torre del látigo porque quedaba en un extremo de la azotea. Allí la esperaba Betillo con una cuerda. La desnudaron y el verdugo la azotó hasta enrojecerle el cuerpo. Los gritos de Mary fueron sofocados con una radio. Cuando Betillo se cansó de descargar su látigo y vio que la infeliz se desmayaba, salió con Johnny Hunter y echó llave a la puerta.
                Al bajar las escaleras, se hallaron con Nancy Pesser. Betillo la paró y le tendió la llave.
                –Toma–le dijo–. Mañana puedes abrir. Pero dile de mi parte que si lo vuelve a intentar, quedará con un adorno en la cara.
                Estos eran los métodos de Lucky Luciano, poseedor de la cadena más grande de lenocinios que hubo en Nueva Cork. Pero el castigo infligido a Mary Sidney, contado en sus menores detalles a Nancy Pesser, fue el comienzo de una derrota estrepitosa para el monstruo.

  3.      Los barbitúricos y la fuga.


               
La idea fue de Nancy Pesser. Esta sabía que el monstruo de la puerta, guardián e introductor de los que venían a la mansión, se sentía atraído por la belleza fascinante de Mary Sidney. También sabía que Johnny Hunter no le podía tocar un solo dedo. Se lo había prohibido Betillo, ejecutor de las órdenes de Lucky Luciano en el mundo de la prostitución. La muchacha estaba reservada a los influyentes. Pero un día, mientras Nancy tomaba un whisky, hundida en el diván, al lado de Mary, le propuso a ésta el plan de liberación.
                –Podemos huir, Mary... Podríamos desintoxicarnos. Volver a ser mujeres.
                Mary, asombrada, tomó el vaso de Nancy, y apuró el resto de whisky que aún le quedaba. Esta comprendió la emoción de la muchacha, y siguió hablando:
                –Hoy mismo, en este instante, podríamos hacerlo. Sonríele a Hunter. Invítalo a tomar de tu propio whisky. Yo tengo luminar como para matar a un toro. Lo disolvemos en el vaso y te haces la borracha. Cuando venga Hunter, simulas tomar un trago y le ofreces el vaso. Y estoy seguro que él se lo tomará de un sorbo porque es un borracho.
                –¿Y luego?
                –Quedará dormido como una bestia. Y ese es el instante. Nos largamos rápidamente.
                –¿Y Betillo?
                –Ni Betillo ni nadie. A esta hora de la tarde no hay clientes ni drogas. Y Hunter se aprovechará. Será la última repugnancia.
                –Pero no te olvides, Nancy, que no podremos huir. La policía de Maniatan está en convivencia con Lucky. Nos volverán a traer.
                –No seas tonta. Yo me encargo de todos los riesgos. Sé dónde vive el fiscal Thomas E. Dewey.
                El plan se cumplió como lo había previsto Nancy Pesser. Pusieron el barbitúrico en el whisky, y esperaron. Mary se desabrochó la blusa sin llegar a la exageración, y se tendió en el diván, adoptando una posición cómica, desordenada. Era la verdadera imagen de una mujer borracha. El reloj daba las dos de la tarde. La mansión estaba desierta. El personal, ausente. El único que iba y venía de la puerta de salida era Hunter. Nancy no estaba equivocada. Se ocultó en su habitación, y esperó la escena final, espiando por un visillo.
                En una de sus entradas, Hunter se acercó al diván en que se hallaba Mary Sidney.
                –Estás borracha –le dijo– Si llegara Davey o el Amo...
                Mary soltó una carcajada.
                –Es este whisky falsificado. Pruébalo y verás.
                Hunter se sintió estimulado. Miró en derredor. Estaba solo. Pensó que se le presentaba la gran oportunidad para quebrantar las órdenes del jefe. Pero afecto como era a la bebida, apuró el vaso de un trago y sonrió. Su estómago estragado sólo advirtió un leve sabor amargo que no supo a qué atribuirlo.
                –Parece que estuviera mezclado con cognac –murmuró, sin darle importancia.
                Cuando se quiso acercar a Mary Sidney, cayó como una mole. Mudo. Sin pronunciar una palabra. La dosis excesiva del luminar obró como un disparo. Pero Johnny Hunter no murió.
                Nancy Pesser bajó enseguida. Tomó a Mary de la mano y la arrastró hacia la puerta.
                –No perdamos tiempo –exclamó–. Salgamos así. Sin ningún arreglo. Es nuestra oportunidad.
                Un minuto después, dos muchachas jóvenes corrían por Maniatan. A nadie se le ocurrió detenerlas.


4.      El día de la purga


              
Enterado Betillo de lo que había sucedido, Johnny Hunter fue invitado a un paseo por Brooklyn. Nunca más se supo del cancerbero. Fue una ausencia “inesperada”. Nadie sabía cuál era el lugar de sus “vacaciones”.
                Los lugartenientes de Lucky Luciano eran implacables. Este lo ordenaba todo con una sonrisa. La ejecución quedaba a cargo de los segundones del Sindicato del Crimen. Pero la fuga de las mujeres puso en guardia al Amo. Sus negocios, extremadamente prósperos, ligados con la industria, los narcóticos y el petróleo, eran poderes a conservar con mucho cuidado. La policía y la política eran sus puntales. Había dinero para todos, menos para los detectives y políticos honrados que anteponían el derecho y la justicia al enriquecimiento por la corrupción y el vicio. Había llegado, por tanto, el día de la decisión.
                Comenzaron las deliberaciones de los jefes de la Unione Siciliana y la Mafia, rama colateral, que se confundía a su vez con Murder, Inc. (Sindicato para el Crimen). En algún momento fueron tres entidades distintas. Tres sociedades secretas para el crimen con sus jefes específicos. Pero en la época de Lucky Luciano, todas ellas constituían el Murder, Inc: el Sindicato del Crimen, o la Sociedad Anónima del Crimen, como también se la llamó en las investigaciones del gobierno norteamericano cuando el senador Estes Kefauver y el fiscal Burton B. Turkus, entre otros, bramaban contra la entente del gangsterismo y la política.
                En esas deliberaciones del Sindicato del Crimen, Lucky Luciano, el Amo indiscutido, resolvió la purga de los jefes. En cuarenta y ocho horas murieron asesinados los que estaban de más o constituían un peligro para la organización nacional del crimen. Albert Anastasia (trescientos asesinatos en un año) y Frank Costello fueron sus puntales. De esta manera, Lucky Luciano ponía fin a la negligencia observada en sus negocios.
                Los capos asesinados alcanzaron a cerca de cuarenta (repito al fiscal Burton B. Turkus). Y el día de la razzia tuvo un nombre: Día de la Purga.


 
5.      Prisión y destierro de Luciano


                Lo que no sabía Lucky Luciano es que Nancy Pesser buscaría contacto con el fiscal de distrito Thomas E. Dewey. Mary Sidney había desaparecido (posiblemente tragada en otros fumaderos, o acaso muerta con sus inyecciones de heroína). Pero aquélla, ayudada por otras infelices obligadas a ejercer la prostitución, acusaron a Luciano y dieron detalles de su organización. La policía, los incorruptibles (no los corrompidos que obedecían al Amo) protegieron a estas muchachas para que Dewey formulara su acusación.
                Murder, Inc. se movió rápidamente. Pero las cosas estaban demasiado graves. La industria del vestido, los docks, las operaciones portuarias, el contrabando, los narcóticos, la prostitución, la falsificación de bebidas, el petróleo, los cinematógrafos, todo estaba ligado a la actividad del monstruo y al beneplácito de funcionarios indignos que manejaban el código penal a su manera. Era imposible detener la investigación.
                Los signos indicaban el fin de Lucky Luciano. Su imperio parecía quebrarse por unas muchachas que desafiaron el barbijo y el vitrolo para declarar de qué manera se las obligaba a prostituirse, o cómo se manejaba el mundo del hampa entre uno que otro cigarrillo del que emergían las imágenes del infierno.
                No hubo solución. Lucky Luciano fue sentenciado. Lo recluyeron en la cárcel de Dannemora. Dewey, ayudado por las muchachas, lo había destruido.

  6.      La resurrección y el FBI

                Años después, estallada la Segunda Guerra Mundial, el recluso de Dannemora pasó al primer plano de la consideración carcelaria. Se le trataba de un modo especial. Con deferencia. Algunos lo achacaron a su dinero. No en balde se llamaba Charles “Afortunado” Luciano. Lo que sucedía , sin embargo, era otra cosa. El puerto de Nueva York se había convertido en una zona peligrosa, a merced de los hampones que controlaban el envío de pescado. Alguien pensó, entonces, en Luciano. Era el único que podía dar detalles de la organización. El antiguo Amo conocía todo esto, porque en su momento él también lo había controlado.
                El Servicio de Inteligencia de la Marina estudió el caso. No se conocen los detalles. Sólo se sabe que hubo conferencias secretas. Consultas. Dewey, gobernador ahora y principal artífice de la condena de Luciano, también intervino. Poco tiempo después, a comienzos de 1945, el ex Amo obtenía la libertad. Se le conmutaba la pena de reclusión por la de “expulsión del país”. O para ser más preciso: lo amnistiaban y lo desterraban a Italia, su país de origen.
                En todo esto (según datos confusos, no aclarados aún) intervino el FBI, porque entre los servicios prestados por Luciano estuvo el de dar información para la invasión de Sicilia por el Ejército de los Estados Unidos. Esta fue la resurrección de Charles “Afortunado” Luciano. Pero ésta es una etapa oscura de su vida. Ni el Servicio de Inteligencia de la Marina, ni el FBI, ni el gobierno revelaron, en ningún momento, el secreto de estas negociaciones. Burton B. Turkus y el periodista Sid Feder traen la referencia. Pero confiesan ignorar la tramitación de este destierro y los posibles servicios prestados por el ex Amo.
 

7.      L’antico amore

 Hay un viejo refrán según el cual “la cabra del monte tira”. También, en la jerga popular suele decirse: l’antico amore. Esto fue lo que aconteció con Lucky Luciano.
                El Sindicato del Crimen había caído en manos de Buggsy Siegel, un cínico desaprensivo. Ordenaba matar por matar. No respetaba la asociación. Era una voluntad incontrolada. La regla según la cual todos los jefes debían estar garantizados de la traición de cualquiera de los otros jefes de pandilla, no regía para él. El Kanguro se convirtió, de esta manera, en un simple grupo de racketeers, anterior a Al Capone. Las interferencias eran continuas. Los asesinatos, el pan de todos los días.
                Los principales jefes pensaron en Luciano. Este se hallaba en La Habana, trabajando, al parecer, para el FBI en el descubrimiento de los nuevos traficantes de drogas. Se trasladaron para entrevistarlo y pedirle consejo acerca de Buggsy Siegel. No querían eliminarlo sin que Luciano lo creyera oportuno. Fue en 1946.
                El ex Amo recibió a sus amigos. Los verdaderos componentes del Kanguro se sentaron a una mesa larga. Luciano presidía desde uno de los extremos. Como en Brooklyn o Maniatan, los capi mafiosi realizaban la antigua ceremonia secreta para decidir la suerte de Buggsy. Hablaron todos. Uno por uno. Se pusieron todas las quejas “sobre el tapete”. Después, Luciano ordenó la votación, aunque a él le quedaba la decisión del caso. Todos se levantaron y pusieron el dedo pulgar hacia abajo, como lo hacía la Mafia en el siglo XIX, cuando combatía la dictadura extranjera que sojuzgaba a Sicilia. El silencio se prolongó unos segundos. Todos estaban rígidos. La mirada dura. La decisión inalienable.
                Luciano, entonces, extrajo una de las dos pistolas que había llevado al cónclave secreto, y miró el rostro de todos. Era la elección del verdugo, tarea de mucha honra de acuerdo con el código del Omertá (normas verbales al modo de la Mafia siciliana). Cuando estuvo seguro de cada uno, deslizó la pistola por sobre la superficie de la mesa. El destinatario, cuarenta y cinco años, rubio y ojos verdes, de apodo Pie de Hierro (el nombre jamás se supo), atajó la pistola y se la guardó.
                Quince días después de la reunión de Kanguro, Buggsy Siegel moría asesinado por Pie de Hierro.
                Pero Lucky Luciano también estaba sentenciado. Nadie sabía qué hacía en Cuba. Pero algunos gangsters de la nueva ola sospechaban que trabajaba para el contraespionaje y que estaba en contacto con el FBI. Circulaban leyendas fabulosas acerca de ese rey de la prostitución que se había regenerado. Le comparaban a Vidocq, criminal en Francia y luego el jefe de la Súreté de París. La nueva ola votó también por su eliminación. El contrabando de drogas lo exigía imperiosamente.
                Sin embargo no era fácil el asesinar a Luciano. Gran tirador y gran agilidad, siempre llevaba guardaespaldas. Acercarse a él era peligrosísimo. Espiarlo y obrar con precisión, fueron dos modos obsesivos de la nueva ola. Y el día llegó. Luciano estaba en el aeropuerto de Nápoles, esperando la llegada de Martín Goesh, supuesto cineasta, pero en realidad agente (o supuesto agente) del FBI. La entrevista tenía una finalidad. Transmitir a Goesh la nómina de los traficantes de la muerte que contrabandeaban desde el opio hasta la marihuana.
                Había un retraso en el vuelo. Luciano se acercó al bar. Pidió un vaso de agua fresca. El barman se lo sirvió. Pero en el agua estaba la sentencia de Charles “Afortunado” Luciano. Alguien le había puesto el veneno. La remisión definitiva. Así murió el ex Amo un día cualquiera de 1961, envuelto en una leyenda que sigue acuciando a los criminólogos.

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